La desigualdad es un problema que afecta a muchos países, pero algunos presentan niveles particularmente altos. En el contexto global, Sudáfrica, Brasil y Namibia se destacan como los países con mayores índices de desigualdad, pues enfrentan retos estructurales que han perpetuado esta problemática a lo largo del tiempo.
Sudáfrica es el país más desigual a pesar de contar con una de las economías más desarrolladas del continente africano. La segregación racial, el desempleo masivo y una estructura económica que favorece a una minoría, contribuyen a que la brecha entre ricos y pobres sea abismal.
En Namibia, a pesar de la riqueza natural, la mayor parte de la población vive en la pobreza mientras una élite concentra la mayoría de los recursos económicos desde el pasado colonial que promovió una pésima distribución de la tierra y los bienes.
Brasil es también una economía de gran tamaño que enfrenta una distribución extremadamente desigual de la riqueza. La concentración de tierras, la corrupción y la falta de políticas efectivas de redistribución han hecho que el 10% más rico controle casi la mitad de la riqueza del país, mientras que una gran parte de la población vive en condiciones de pobreza.
Estos ejemplos subrayan la necesidad de políticas que no sólo busquen el crecimiento económico, sino también la equidad y la justicia social, porque el desarrollo requiere una correcta distribución de la riqueza. En aras del deseado desarrollo se hace necesario un enfoque integral que aborde tanto las causas estructurales como las consecuencias inmediatas de esta problemática.
Las políticas gubernamentales son esenciales, pero se requiere también de una sociedad consciente y dispuesta a ser partícipe de la construcción de un país más equitativo. Sin embargo, en un mundo marcado por la desigualdad, la corrupción y la falta de cohesión, ¿qué significa realmente ser una sociedad responsable? ¿Cuáles son los retos y qué debe exigirse a sí misma y a las autoridades?
El primer pilar de una sociedad responsable es la participación activa de los ciudadanos. No basta con ejercer el derecho al voto cada ciertos años; en primer lugar se debe respetar la decisión de la mayoría, después es necesaria la implicación de cada individuo en el debate público, pero esto requiere ciudadanos informados y comprometidos con el bien común más allá de sus propios beneficios.
México cuenta ya con una sociedad politizada, pero carga dos lastres: la desigualdad y la desconfianza. La desigualdad, como en Sudáfrica, Namibia o Brasil, es estructural, se nutre de una incorrecta distribución del ingreso y de una casi nula movilidad entre clases sociales.
La historia de corrupción y opacidad públicas perpetuaron la pobreza, socavaron el estado de derecho y erosionaron la confianza en las instituciones. La educación es, sin duda, una de las herramientas más poderosas para combatir esos vicios añejos y sembrar valores como el respeto, la solidaridad, la justicia y la reflexión. El problema es que la educación de calidad sigue siendo un privilegio, como lo son los más altos puestos directivos, de modo que el conocimiento y la preparación quedan ligados a prejuicios de recursos escasos, clases sociales infranqueables y un sentimiento inconsciente de superioridad que convierte a la justicia en una utopía y la destierra como posibilidad.
Quienes por tanto tiempo han mirado desde la barrera los estragos de la pobreza, temen que la justicia los empobrezca, y cómo no tener miedo con el historial mundial de arrebatos, pero debemos recordar que la injusticia genera inseguridad, guetos, violencia y miedo, ocasionando un círculo vicioso de temor.
España y Portugal son dos ejemplos de que el desarrollo es producto del crecimiento económico y de una correcta distribución del ingreso. Las políticas públicas de estos países han conseguido que los beneficios de la Unión Europea mejoren la calidad de vida de las clases menos favorecidas al ofrecerles salud, educación y dignidad; de las clases pudientes al brindarles calles, servicios, seguridad; de todos al favorecer una igualdad que engrandece a la humanidad y hace mejor el mundo.
Una sociedad verdaderamente equitativa es aquella en la que todos sus miembros tienen la posibilidad de desarrollar su potencial sin importar su origen o condición. Para lograr esto, es necesario implementar políticas redistributivas y promocionar empleos dignos y bien remunerados.
La diversidad es una riqueza, pero también un reto. En un mundo cada vez más globalizado, las sociedades se enfrentan al desafío de gestionar la convivencia entre personas de diferentes culturas, religiones e identidades. La xenofobia, el racismo y la discriminación son problemas que, lejos de desaparecer, parecen resurgir con fuerza en muchos lugares. Una sociedad responsable es aquella que no sólo tolera la diversidad, sino que la celebra y la integra, reconociendo el valor de cada individuo y promoviendo la igualdad de derechos para todos.
La adaptabilidad es otra característica esencial de una sociedad responsable. En un mundo en constante cambio, donde la tecnología y la globalización transforman las estructuras sociales y económicas a una velocidad vertiginosa, la capacidad de adaptarse a nuevas realidades es crucial. La sociedad debe estar preparada para enfrentar estos desafíos, promoviendo políticas que garanticen la protección de los derechos laborales y el acceso a la formación continua.
Entonces, ¿qué debe exigir una sociedad responsable? Primero, políticas públicas inclusivas y efectivas que no dejen a nadie atrás. Es necesario que los gobiernos implementen programas que aborden las necesidades de los más vulnerables, que promuevan la equidad y que garanticen el acceso a servicios básicos para todos. En segundo lugar, debe exigir transparencia y rendición de cuentas. Los ciudadanos tienen el derecho de saber cómo se gestionan los recursos públicos y de pedir explicaciones a sus gobernantes cuando se detecten irregularidades. Tercero, debe exigir la protección de los derechos humanos. Una sociedad que permite la violación de los derechos de cualquiera de sus miembros es una sociedad que ha fallado en su misión más básica.
Por último, una sociedad responsable debe ser consciente de su poder, cada pequeño gesto, cada acción solidaria, cada voz que se levanta en defensa de la justicia y la igualdad, es un paso hacia una sociedad más equitativa y justa. La responsabilidad no es una carga, sino un privilegio, la oportunidad de ser agentes de cambio y constructores de un futuro donde todos podamos vivir con dignidad y esperanza.
"La libertad requiere igualdad"
@susanademurga
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